miércoles, 5 de agosto de 2009

El escapista




Marcos despertó aquél día con el ánimo que emulaba al del enterrador que tenía que levantarse, agarrar la pala y cavar sus acostumbradas fosas para los fríos muertos que nunca se querían quedarse en su nueva morada y parecían uno tras otro aferrarse a la espalda del enterrador para salvarse de naufragar en los mares del olvido.



Marcos estaba cansado de seguir sus mismos pasos de siempre a la cocina, tomar su vaso de leche de siempre para que su estómago no retuviera de más el emparedado que devoraría con su café de las ocho en su trabajo. Su vestimenta estaba lista desde la noche anterior, era su uniforme de pelea, con el que libraba arduas batallas contra las horas de monotonía y hastió que se escudaban tras los argumentos de los deberes y obligaciones y las responsabilidades para con los suyos y para consigo mismo.



Así en el horizonte se vislumbraban sus futura horas del día, enclaustrado en aquel edificio gris en donde sus ganas se colapsan bajo las asignaciones de costumbre, sepultadas minuto a minuto bajo toneladas de cotidianidad.

Las esperanzas de un cambio en tal rutina habían sido dadas en trueque hace ya muchos ayeres por un cheque que apestaba a costumbrismo y resignación, no había de otra más que mendigar aquella “dadiva” girada cada quincena con la cual, como un ilusionista de circo barato, les hacía fantasear a su familia por dos días o tres (nunca por una semana completa) que eran gente sin dolencias económicas y por lo tanto se daban vida y comían bien únicamente los pocos días mencionados, teniendo en cambio durante el resto del acto circense de la vida el menú de siempre con la sopa de papa, el arroz, los frijoles y cualquier guiso que no demandara buena liquidez del bolsillo.

Aunque a decir verdad siempre cualquier “lujo” exigía cada vez más, igual que los acreedores y demás deudas que se arrastraban rechinando por la conciencia de Marcos como las mismísimas cadenas arrastradas por el fantasma de Canterville.

Él no maldecía su suerte o al destino, porque al final era totalmente honesto en reconocer que su existencia tan problemática y sobre todo tan extenuante y rutinaria, no eran más que resultado de sus decisiones de las que estaba seguro nunca había elegido una que realmente ayudara a prevenir contra el regreso tan funesto del cometa que traía la maldición de la rutina a su vida diaria.



A las dos de la tarde escapaba un poco de aquel sin sabor de sabor a infierno laboral solo para caer por cuarenta y cinco minutos en el absurdo de un repetitivo más. Los empleados famélicos se amontonaban frente a los puestos de comida, como los lobos o más bien como los cerdos ante el granjero, todos apilándose uno tras otro para llamar la atención del despachador para que atendiera sus pedidos sin tanta demora, y el buen despachador atendía las solicitudes de cada uno como mejor podía sin perder tanto el hilo de lo que cada hambriento quería y así como él, todos los demás despachadores atendían a su tan siempre corta de tiempo clientela, era un comedor aceptable para una parca devoradora de tiempo, esparciendo las sobras a la triste vida.



Marcos se iba a sentar a una banca a fumar después de comer cualquier cosa, y se quedaba con sus ojos tan fijos en una mirada de insatisfacción, observaba a toda esa gente tan parecida, tan símil en esos instantes, tan al acecho de la comida, a los perros o a los cerdos que se aprestaban al escuchar a sus cuidadores esparcir el ansiado alimento y él era de forma irremediable otro más de ellos. Él encendía un cigarrillo y volteaba al infinito engalanado de nubes turbias como esperando ver caer una migaja que le tiraría algún “cuidador divino del infinito” para él, un cerdo más de la granja urbana.

Y al final sólo aspiraba el agrio humo gris y decía para sí «¡Nada! Bueno, no te preocupes, está bocanada cigarro me apetece mejor que todo el maná que les diste a tus seguidores en aquel desierto, ¡disculpa si me atasco de este suspiro grisáceo! Tengo gula tremenda para degustar este humo»



Terminándose el tiempo de comida Marcos regresa a la cárcel de concreto gris para ver como danzan los minutos y las horas un vals eterno inmisericorde, mientras todos los empleados a su alrededor se consumían igual que él frente a la pantalla de sus equipos de cómputo.



Él resiste y persiste en aguantar el paso del tiempo que avanza como caracol dejando tras de sí rastros babeantes de segundos muertos, todo esto mientras se atrinchera como puede para el embate persistente de su jefa o de su jefe que busca de cualquier oportunidad para recordarle a sus vasallos el por qué es él o ella la que manda.

Por fin el tiempo le da la tregua a un desabrido Marcos, al que sin embargo la ironía le recalca que con el azúcar tan alto en sus venas más bien debería de ser un Marcos dulce, pero en fin la hora de la salida por fin coqueta con él quién se apresura para escapar dentro de un apretado elevador, para qué en la calle pueda subirse a un más apretado camión y sumergirse después en un más apretado tren subterráneo para llegar a su morada en donde nada más cruzar el umbral Marcos se siente como un intruso, saluda a su parentela con desgano y pasa rápidamente para no taparles con su agrio aspecto de trabajador carcomido, al reluciente galán de moda que enarbola la pantalla.

Marcos se da cuenta de que ¡la hipnosis existe, es real! pero no es un don de los seres humanos, es un don que le pertenece a esa caja negra de ojo emisor de colores brillantes, tal cíclope futurista llamada televisión, que mantiene a su mujer, su suegra, hijos e incluso a un pequeñito de menos de cinco con la vista perdida en aquella pantalla (a veces hasta el perro se queda hipnotizado).



Marcos suspira con resignación y se pregunta si se darán cuenta alguna vez, aquellas pobrecillas almas, de que les cuentan una y otra vez la misma historia tipo cenicienta, en diferentes matices quizá, pero al fin al cabo es el mismo cuento “teledramón” de siempre desde las tres de la tarde hasta altas horas de la noche. La respuesta es un no rotundo, ya que ellas y ellos están tan encadenados y esclavizados como el mismo Marcos lo está a sus gustos, a sus vicios, a sus insípidos deberes y la vida que es un cliché absurdo de la vida misma, un continuo déjá vu que siempre deja el sabor a un “lo mismo, al ya lo hice, a esto ya lo viví”, porque en efecto ya se ha vivido.





Marcos da las buenas noches al televisor sin dirigirse a su familia y la familia dirigiéndose al buen Marcos, que podría ser tan etéreo para ellas como el mismo Dios, le contesta con un “buenas” al unísono sin quitar la vista de la pantalla.



Él prepara su ropa para el siguiente día y se ducha para refrescar lo irrefrescable. Su vida y la de los demás es tan añeja por repetitiva casi como si siguiera un ritual todos los días con la obstinación de los frailes, todos los días volver al continuo espacio-tiempo de lo mismo.

Marcos soñaba con escapar algún día, alguna vez se lo contó a un amigo que viendo la franqueza con que Marcos se lo confesaba, le pregunto: —Mi buen Marcos, ¿No pensaras escapar por la puerta falsa, o sí?



Marcos le contestó contestaba más franqueza con un “¡No! Aunque el libro me parece aburrido y repetitivo, lo leeré hasta el final, por compromiso con el autor que soy yo mismo. No hay escape a estas penumbras por más que se les busqué una salida, una claridad”.

Así Marcos, a veces se veía a él mismo y a los demás como pequeños “Houdinis”, magos, ilusionistas, escapistas atados con sus cadenas de vicios y responsabilidades impuestas, heredadas o adquiridas, pequeños Houdinis atados en el interior del baúl, buscando la llave, la ganzúa, lo que abriría los candados para zafarse de esas cadenas absurdas de un destino efímero y consumar por fin el escape.

Pero al igual que le paso al gran Houdini, tal escape no existía y Marcos se veía a sí mismo hundirse entre las aguas de un triste desanimo con rumbo a los abismos insondables de una oscura desesperanza.





05/08/09 ® Salvador Méndez Z

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