domingo, 29 de marzo de 2015



La muerte es una gran juerguista o al menos asì lo aparenta. A mí me encanta cuando se viste de colores pasteles, allá en noviembre, cuando las calaveras guiñen el ojo y se lucen hermosas, cuando la vida y la muerte se dan de besos y pasean entre flores e incienso. Cuando los idos regresan un poco buscando a tientas, vienen del mar del ayer en barcas de recuerdos con ansías de amor tieso, me agrada y festejo esta fiesta de vida, este goce de muerte.
Pero luego hace arribo lo opaco, la muerte la mayor parte del tiempo se engalana con seriedad, es fría y respira soledad.
Es ahí cuando dejo el deleite, se vuelven grises los ciclos, se enmudece el tiempo y me descubro tonto e inútil, un desperdicio, no ayudo en nada soy de piedra, seco, ajeno, despojo de miseria.
La lengua se enrolla en el misterio, las palabras se tornan en un anochecer que no acaba, no clarea. No existe un acuerdo, una tregua, la muerte arrasa con todo, se llena los bolsillos, la casa siempre gana cuando la de la guadaña reparte la baraja. Somos cuerpos de intercambio, moneda de pago para la tierra, despojos de tristezas que se pierden en las oquedades.
No soy bueno para esto de apreciar estos términos del ocaso en la existencia, debería estar más acostumbrado a todo esto de las despedidas, pero no encuentro mejoras en este fin. Un vació queda, una espera que nunca finiquita factura, que siempre queda debiendo.
Le ofrezco una copa a la parca misma, pero me la rechaza, ya ostenta su copa llena de tiempo y cuerpos muertos. Me descubro inútil y no me queda màs que esperar a que se engalane de fiesta de nuevo, allá en noviembre y me coquetee con sonrisa tierna, me susurre que somos amigos y que hay felicidad detrás de las puertas grises de su fría morada en un futuro seguro, eso que ni qué, a su lado, en algún lugar en algún momento.


Salvador Méndez Z®
04/03/15


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