domingo, 27 de diciembre de 2009

Jehyzel (1)

Ciudad y tiempo gris 
(1)
Mediodía en la desgraciada ciudad del tiempo gris. Con un mendigo sol inclemente que sobrecalentaba todo, hacía sudar a chorros hasta al más delgado, desataba el nauseabundo olor de las coladeras, y sobre todo tenía la más vil acción de hacer hervir el mal humor de la gente, malhumor que iba de más a peor por el bochorno que todos sentían. Toda la gente caminaba con pasos de autómata, apresurados, se atiborraban en los transportes frenándose el andar y fregándose mutuamente la existencia. Iban y venían de un lado a otro, a veces sólo iban, se despedían de sus seres queridos, prometían regresar, aunque muchas veces ni ellos sabían que no habría regreso. Todos bailaban al mismo son de un danzón tan viejo y caótico que no tenía nada agradable, era un enjambre de miles de millones de humanos, como una plaga de insectos de un jardín gigantesco, de un jardín urbano sin ningún provecho o beneficio. No existía dios alguno que llevará las cuentas claras en este alboroto de civilización llamado ciudad.
Por otro lado, cualquier persona que presumiera tener una mente sana, (cosa más imposible, qué encontrar un dragón morado en lunes a mediodía), observaría qué a esa forma de vivir de  miles de personas, sólo una fuerza y un motor lo regía, y esa fuerza y ese motor sólo podría ser el caos. Pero por extraño y absurdo que se piense, era un "caos con orden", con un destino, con un "plan". Por que toda esa masa de gente yendo y viniendo, tenía un destino fijado, tenían ya trazados sus planes para el día, tenían que seguir su destino elegido o quizás dado por una negra y turbulenta fortuna.
Todo ese enjambre de gente caminando por las avenidas, o enlatadas en transportes de metal y polímeros, llenando elevadores, llenando edificios, escuelas, plazas y todo aquello que se podía llenar hasta el tope, todo ese maldito ruido; todo ese aparente sin sentido, tenía su razón de ser. Era un pinche desorden de locos, pero eran locos maldecidos por la conciencia y la “opción” de seguir “una vida normal”, un "trabajo normal", "una familia normal" y hasta el mismo concepto de "normalidad" que era aceptado y consumido por la gran mayoría.
 ¡Claro que de vez en vez! Alguna que otra alma deambulando por ahí, no tenia ni idea de que hacer con su vida y de entre todas aquellas almas castradas de sentido, había una de una chica singular sentada en las escalinatas de un puente peatonal que ningún peatón usaba. Esa chiquilla tenía una bella figura, se llamaba Jehyzel, tenía unos grandes ojos verdes, relucientes, observadores, pero a la vez tristes, quizás cansados de ver circular tanta gente, todos con sus preocupaciones apremiantes. Mientras la hermosa y joven Jehyzel no sentía ni pizca de preocupación y mucho menos prisas por ir a cualquier lado, para nada le interesaban o pensaba en los males que sufrían los demás. Ya fueran males económicos, cuestiones materiales, obsesiones físicas, ambiciones materialistas, etc. Después de todo, tenía a papá billetes, que siempre le andaba resolviendo ese tipo de problemas, si necesitaba algo, para éso estaba su tarjeta, no había problema, al menos en lo "material". Lo terrible y verdaderamente malo era que al final se quedaba sola con los problemas de la existencia y del alma; y más que nada por esta última razón era que Jehyzel viajaba por las calles y la vida con un dejo de insatisfacción mezclado con melancolía, lo que le dejaba un vacío terrible procedente del mismo infierno de la chingada soledad.
Esa soledad le embargaba y destruía las ganas de vivir a una joven Jehyzel, que a sus 18 años recién cumplidos, vivía la vida solo por vivir y más parecía que la vida la vivía a ella y se la bebía. Todos sus días iban y venían cargados de la mismas rutinas, eran simples y toscos, eran secos y grises, amarillentos, de tonalidad marchita, simples días de muerto. En medio de tardes lluviosas, con la melancolía campando a sus anchas en el universo de su ser. Jehyzel era presa y presta a recordar días felices y más “brillantes”, llenos de un sol con luz más tibia y clara, amigable, resplandeciente, en donde sus sueños eran iluminados y todo su entorno era conformado por el optimismo de la niñez, cuando ésta engalanaba con una aura mágica a la vida. En cambio ahora su vida estaba inmersa en matices opacos, el color de las cosas estaba moribundo, el sol y su propia luz tenían todo de humor mortecino, como la iluminación de un convento o un foco de 60 watts, y aun así el sol quemaba demasiado al poco rato de andar bajo sus pesados rayos, su luz todo lo tornaba todo apático, todo acabado. Y al pesar de éstas evidencias frente a su corazón, Jehyzel siempre se acababa preguntando sí así era la triste realidad, o era ella la que estaba tan seca, muerta y arenosa que se sentía un simple maniquí con la voluntad perdida, pero con la maldición de una mente tan viva, siempre  atormentándola (una y otra vez). Así era su forma y su razón a los 18 recién cumplidos.

Jehyzel se levantó con flojera, dejó poco a poco atrás las escaleras de aquel puente tan familiar. Hay que admirar que tanta flojera no aminoro su belleza, su figura bien entallada en sus pantalones de mezclilla negra, el pelo escarlata sin cepillar, un poco salvaje, pero aún así tan atrayente a las miradas del deseo masculino, qué como siempre recorrieron su cuerpo entreteniéndose en partes especificas de su ser. A ella no le importaba en lo más mínimo, en la ciudad era algo común, pero en fin, ella, tan dejada de su existencia se encontraba, que las miradas y deseos de los demás no importaban más que  lo que importarían las cuestiones del creyente al la noche, al firmamento eterno de las dudas.
En fin, dejando de lado todo éso, Jehyzel mejor empezó a caminar hacia el lugar en donde no se le esperaba pero en el que tenía que estar  a esas horas. La escuela ya era sólo un pretexto para salir todos los días a vagabundear y perderse; pero a su padre, el cuál era una figura cada vez más distante por motivos que sólo él entendía. ¿Su madre? Pues ahora sólo era una herida albergada en su pecho desde hace un mes y medio, era un dolor profundo que le rasgaba hasta el recoveco más lejano de la chingada alma. Un dolor tan pesado que la hacia verter lágrimas en los momentos más inoportunos y ella prefería sacar sus gafas oscuras para que la gente, mejor la creyera una trasnochada, siempre era mejor éso y no parecer una desahuciada de amor.

Jehyzel se encamino a la estación del metro que la dejaba cerca de la escuela, con la sola idea de “hacer presencia” y evitar las faltas; aunque su misma falta de espíritu era tan visible, púes no estaba realmente del todo ahí. Su mente, sus pensamientos se iban de viaje por otros vuelos, por otros vientos, sobre otros mares, recorriendo sendas boscosas, sumergiéndose a profundidades de otra naturaleza, ajena, en tiempos tan extraños, por un lado la escuela, por otro el infinito que reclamaba su alma, y su alma que prefería que su cuerpo como un títere asistiera en automático sólo para presentar esas materias arrastradas en exámenes finales que nunca tenían fin.
Su padre le exigía éso y éso realmente le interesaba tan poco a ella como a él. Sólo era una promesa hecha aunque nunca acabada, todo estos fantasmas deambulando dentro de la vieja mansión de su mente, todos ahogando y retorciendo su alma hundida. Mientras en la realidad el tren surgía del túnel como un gran gusano anaranjado de la manzana podrida que sólo podría ser la ciudad, las puertas se abrieron y vomitaron un mar de gente tan apresurada como siempre, ante una Jehyzel que para evitar que la tiraran tuvo que sortear sino  más bien que surfear a través de tan tremenda ola de carne y sudor que avanzaba sin la menor educación (cosa muy normal en toda ciudad civilizada, aunque suene anormal).
Jehyzel se tuvo que aferrar a uno de los tubos cercanos de la puerta, tanto como lo haría el alcohólico a su botella recién comprada, y después del característico pitido que anunciaba el cierre de puertas, aquel animal anaranjado regreso a la oscuridad del túnel, siendo devorado vagón tras vagón y Jehyzel pudo observar su reflejo tan joven y tan "anciano" (para ella) en la ventanilla, ante ella sus propios ojos verdes eran tan vacíos, sin chiste, sin el brillo característico del gusto por la vida, toda ella estaba sin nada para ella misma.
El gusano detuvo su marcha de forma brusca, las luces se apagaron y el reflejo de Jehyzel huyó de la ventanilla, cosa que no le importó mucho a ella que sólo pensó »Me gustaría huir con mi reflejo, desvanecerme en las sombras, internarme y fundirme con las mismas«.
 La luz regreso vagón por vagón, dotando de vida de nuevo al gusano naranja y este reanudo la marcha y la siguiente estación ya no era un destino futuro a cuál llegar, ahora era simple presente…

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